lunes, 25 de abril de 2011

Tu nombre en la noche

TU NOMBRE EN LA NOCHE

Cuando me despertó el chirrido de las llantas al frenar violentamente junto a mi edificio no tuve que mirar por la ventana para saber quiénes eran. Tampoco habría visto gran cosa si me hubiese asomado, porque era noche cerrada. De todos modos, preferí no hacerlo. Hacía tiempo que esperábamos su visita. Sin embargo, no podía evitar preguntarme de cuánto tiempo disponíamos… ¿Cuánto tiempo hasta que llamasen al timbre?¿Cuánto tiempo hasta que algún vecino les abriera la puerta?¿Cuánto tiempo hasta que subieran las escaleras y golpearan en nuestra puerta?¿Cuánto tiempo hasta que…? Y, lo más importante: ¿qué íbamos a hacer con esa pequeña fracción de tiempo disponible?¿Seríamos lo bastante rápidos?¿Nos paralizaría el miedo?

El plan había sido ensayado muchas veces. Habíamos tenido mucho tiempo para practicar. Naturalmente, la cosa no había empezado al día siguiente de la aprobación de las reformas de la ley. No, eso hubiera sido demasiado evidente. Después de que la llamada Ley de Seguridad Nacional fuera cambiada y sus reformas aprobadas en el congreso, el ejército comenzó a detener a presuntos malhechores. Entraban en sus casas de noche, se los llevaban y nunca nadie volvía a saber de ellos. Al principio nos alegramos, como todos. ¿Cómo no alegrarse? Al fin y al cabo, se trataba de delincuentes, de narcotraficantes, de asesinos, de torturadores. O por lo menos eso nos decían. Las cosas habían llegado a tal extremo en el país que incluso nos pareció que la situación mejoraría. Por lo menos, nos decíamos, ahora se estaba haciendo algo.

Luego, las cosas comenzaron a cambiar…dejamos de ver la tele cuando amigos de amigos empezaron a desaparecer. Incluso en la capital, que hasta entonces había sido el último reducto seguro del país, la gente desaparecía sin dejar rastro. Recordé haber leído en algún lugar que eso ya había ocurrido en otras dictaduras, en otros países, en otros tiempos. Pero nosotros –pensábamos aún- no vivíamos en una dictadura. Una noche los oí frenar en mi calle y oí el grito desesperado de una mujer antes de que la metieran a culetazos en el carro. Gritó su nombre. Creo que era su nombre. Un nombre de mujer en cualquier caso. El nombre se quedó flotando en mi memoria y supe que esa mujer, a quien no conocía, nos estaba pidiendo a todos nosotros –testigos silenciosos de la barbarie cometida con nuestro consentimiento- que le dijéramos a alguien, a quien fuera, que ella ya no estaría más.

Pero incluso sin ver la tele las noticias llegaban. Llegaban a través de sms’s, a través de cadenas de emails con la lista creciente de los nombres de los desaparecidos, llegaban a través de Facebook en forma de peticiones desesperadas, como fuera llegaban. Los postes de luz comenzaron a cubrirse de fotocopias en blanco y negro con los rostros de los desaparecidos. Caminar por la calle era una tortura. Los rostros, jóvenes o viejos, guapos o feos, te veían acusadoramente. Y te avisaban de que tú podrías ser el siguiente. Y el miedo, el miedo atroz, permanente, que te paralizaba los huesos.

Fue cuando desaparecieron a mi cuñada y a su esposo que el miedo pareció quebrarse. Se llevaron a los niños, también. Mi esposo salió a buscarlos en vano. Recorrió todos los hospitales, todas las comandancias, todas las morgues. Llamó a todas las puertas y a todos los contactos, pero evidentemente, no sirvió de nada. Mientras tanto, yo miraba a mis hijos y pensaba en qué haría si llegaba el momento. En qué haría cuando llegase el momento. Porque llegaría. Ahora sabía que llegaría. No necesité esperar las llamadas anónimas para saber que mi esposo estaba siendo incómodo y que sus preguntas molestaban. Tampoco tuve el valor para decirle que lo dejara estar, que nunca iba a encontrarlos, que lo que hacía nos ponía en peligro. Lo único que pude hacer fue pensar en un plan desesperado. En cómo aprovecharía esos últimos segundos para tratar de poner a salvo a los niños. Hablé con la vecina y lo dejé todo dispuesto. Vendrían a por nosotros, pero tal vez lograríamos salvar a los niños.

Y me senté a esperar a que llegara esa noche en que el chirrido de las llantas contra el asfalto me despertaría.

Corrí entonces a despertar a los niños. A empellones los saqué de la cama mientras abajo, en la calle, el timbre comenzaba a sonar. A rastras los empujé por el pasillo hasta llegar al departamento de la vecina. Sabía que estaba despierta. Tenía que estarlo, como todos los demás. Hacía meses que nadie lograba conciliar un sueño profundo en el país. Y yo estaba tan cansada.

Todo ocurrió muy deprisa. Me cubrieron la cabeza y me bajaron a golpes por las escaleras. Oí los gritos de mi esposo pero no logré distinguir que decía. Luego, estaba dentro de una camioneta. Había más gente allí, sentí sus respiraciones, pero no decían nada. Oí pasos y otro cuerpo cayó sobre mí. Supe al instante que era mi esposo, pero parecía inconsciente, porque no respondía a mi voz. La pick-up no arrancaba todavía. ¿Qué esperaban?¿Era parte del juego?

Los oí entonces. Los gritos de mis hijos. Y entonces, cuando la camioneta al fin arrancó, grité mi nombre. Quizá para que me oyeran los niños, donde fuera que estuviesen. O para que alguien, en algún lugar, supiera que ya no estábamos.

@europaenllamas

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