martes, 20 de abril de 2010

"NADIE, NUNCA..."

La Nueva Democracia, de Siqueiros


“Carta blanca para Garzón”, dicen que rezaba un inquietante cartel en un acto de apoyo al juez en la Universidad de Barcelona. Otra siniestra pancarta clamaba “los huesos de franco, a la cuneta”. Mensajes inquietantes que no solo reclaman justicia, sino venganza. Con la caja de Pandora abierta, quizá algunos se han dado ya cuenta que cruzaron la delgada línea roja cuando llevaron a Garzón ante los tribunales y que ahora no hay marcha atrás. Poco (me) importa quién sea Garzón, si cobró o no cobró del Santander y si tiene o no tiene afanes protagónicos. Buscan distraernos los que sacan a colación la vida y milagros de un juez, buscan alejarnos de lo verdaderamente importante: que por primera vez en más de setenta años el pueblo español ha sentido la garra de la rabia latir en sus entrañas y se ha levantado para exigir justicia. Por Garzón, quieren hacernos creer, con tal que no nos demos cuenta de lo verdaderamente importante. Pero no es por Garzón. Es por nosotros mismos.

Son delicados los sentimientos de un pueblo. Franco, a quien siempre se le dieron bien estas cosas y que además tuvo una inmerecida buena suerte en la vida y en la política, supo cómo manejar al pueblo español. El pueblo español, que no era entonces como lo conocéis ahora (conformista, pasivo, atontado): era, al contrario, un pueblo lleno de vida y dispuesto a luchar hasta el final para defender sus libertades. Franco conocía bien a este pueblo, y por eso lo masacró sin piedad primero, hasta que el miedo fue tan grande, tan completo, tan absoluto que se hubiese dicho que el alma entera del pueblo había sido aniquilada. Muchos murieron. Los que no consiguieron huir a tiempo fueron detenidos indiscriminadamente. Una simple denuncia anónima bastaba para acusar a alguien de rojo: no hacían falta más pruebas. Rojo: republicano. República: el régimen legal. Todos aquellos que defendieron el régimen legal de gobierno fueron asesinados, desaparecidos, exiliados o su voluntad quebrada a base de cárcel y humillación constante durante casi cuarenta largos años. Los españoles saben. Saben que es mejor hacerse el tonto porque ellos siempre ganan: falangistas, derechosos, hijos de los que en su día metieron en la cárcel a nuestros abuelos y llamaron a nuestros padres hijos de rojos, hijos de puta. El gran método de Franco: que el temor sea siempre mayor que el odio. Ellos, que controlan los medios, hablan de paz y de transición mientras se reparten alegremente las ventajas sociales de una absolución que nunca les dimos.

Cuando la Ley de Amnistía, nuestros padres no protestaron: porque tenían miedo, porque de estas cosas es mejor no hablar. Cuando nos metieron el gol de una constitución con rey de regalo (y para más inri, colocado por paquito), nuestros padres no protestaron: a lo sumo, no fueron a votar. Ellos se llenan la boca hablando de recuperación de memoria histórica, pero los campesinos del río Ebro, que conocen dónde está cada fosa y cada esqueleto, responden “no se” cuando las autoridades les preguntan donde están las fosas: no se fían, no se dejan, no quieren que las autoridades pongan sus manos sobre los muertos. ¿Y por qué iban a fiarse? La confianza, me decía mi padre, es como el papel de fumar: una vez lo arrugas y lo rompes, nunca podrás recuperarlo por completo. La confianza en la legalidad española se quebró hace mucho tiempo. Nadie, nunca, intentó recuperarla.

Son cosa curiosa las almas de los pueblos. Ausentes durante decenios, pueden reaparecer de golpe si se toca la fibra adecuada. El alma de un pueblo es como una llamarada que ruge un instante en la noche. No se sabe cómo ocurre, pero ocurre. Los poderosos, los que controlan los medios y escriben la historia, tienen por costumbre adjudicarse el resplandor de las almas de los pueblos. Cuando ETA secuestró y asesinó a Miguel Ángel Blanco, un concejal de derechas, el pueblo español salió contra todo pronóstico a la calle: contra la violencia, dijeron ellos. Se equivocaban: el pueblo salió a hablar con ETA. Salió a pedirle a ETA que les escuchase, que les devolviese el favor del proceso de Burgos, cuando los españoles salieron a gritarle a franco que le perdonase la vida a varios etarras, y franco, acorralado, tuvo que ceder. ETA debiera haber escuchado al pueblo, pero en su soberbia, traicionó a España matando a un inocente y desde entonces su suerte cambió para siempre. Cuando Atocha estalló un once de marzo, el pueblo español salió a la calle a gritar su angustia: a favor de la democracia y por la constitución, dijeron ellos. A favor de la democracia y por la constitución, ja, ja, y un pimiento. Salimos porque teníamos miedo, porque teníamos rabia, porque teníamos que hacerlo. Nosotros salimos y ellos escribieron el por qué, como hacen siempre.

Son manifestaciones espontáneas, auténticas y con diversas consignas. No tienen un líder o un objetivo. Nacen del corazón de millones de personas simultáneamente cuando algo va mal, explotan y se repliegan. Tal vez estemos asistiendo ahora a uno de esos momentos históricos. Algunos intentan apropiárselos, pero en verdad son libres. Salen los españoles a la calle, no por Garzón en sí, sino por el coraje de que la falange, en su soberbia, haya cruzado la línea que separa la humillación del puro cachondeo. Y que la justicia –así le llaman- le dé la razón. Salen humillados los españoles, escribimos humillados mientras ellos intentan distraernos hablando de volcanes y jueces y de prevaricación. Salen los españoles con peligrosas pancartas vengativas (¡carta blanca al juez garzón!los huesos de franco, a la cuneta!) y ellos, los falangistas, ocultos tras su disfraz de neoliberales (¿o es al revés?) hacen como que no va con ellos. Unos salen a la calle, y otros, los que estamos lejos, inundamos la web con nuestros gritos, para que nos oigan y sepan que no olvidamos.

Que lo sepan tod@s: llevamos setenta y un años esperando justicia.

firma: sinaia

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